*Aída Avella- El Congreso de Colombia representa la máxima instancia de democracia representativa. Es la delegación del poder soberano del pueblo para legislar y construir el futuro del país. Hoy, esta institución enfrenta un desafío histórico: honrar su mandato de servir a las mayorías o traicionar la voluntad popular expresada en las urnas.
El verdadero reto consiste en devolverle al pueblo colombiano la capacidad de decidir sobre su destino, recuperando los derechos laborales arrebatados durante décadas por el neoliberalismo, que prometió más empleo a cambio de sueldos más bajos, pero no obtuvo crecimiento laboral, y sí aumentó la precarización y la indignidad de los trabajadores.
El comportamiento reciente de este Congreso ha sido lamentable. Se convirtió en un bloque institucional opuesto a las políticas del gobierno nacional, sin importar las consecuencias para el país.
El hundimiento de la reforma a la salud, el cercenamiento de la reforma laboral —hasta archivarla sin debate—, el rechazo al saneamiento de las finanzas públicas, e incluso la negativa a aprobar el Presupuesto Nacional. Aquí mismo celebraron el fracaso de la ley de financiamiento, mientras las bancadas de oposición cerraban filas para proteger los intereses de las grandes industrias que evaden impuestos, impidiendo que tributen lo justo.
Esta posición no es casual. Es la consecuencia de los millonarios aportes que reciben de los grandes conglomerados económicos, medios de comunicación e industrias que financian sus campañas. Muchos de estos actores, presentes en este recinto, patrocinan indistintamente a todas las listas, menos las que representan los intereses populares y se niegan a venderse.
La ANDI y los gremios empresariales han convertido la inversión en política en un negocio. Interfieren en el proceso legislativo, construyendo bancadas a su medida, ajustando las leyes a sus intereses. Por eso, cuando se votó en contra de la reforma laboral, quedó en evidencia que sus prioridades —evitar el pago de horas extras y debilitar las garantías de los trabajadores— se impusieron sobre los derechos del pueblo.
Luis Carlos Sarmiento Angulo, uno de los hombres más ricos del país y dueño de un imperio que abarca infraestructura, bancos, fondos fiduciarios y medios de comunicación, financió directamente a las bancadas que hoy bloquean cualquier cambio progresista. Estos sectores económicos no toleran ser cuestionados. Estaban acostumbrados a operar con impunidad, sin que ninguna autoridad los tocara. Les molesta reducir sus privilegios, les incomoda hablar de la corrupción en la Ley 80, y rechazan cualquier intento de transparencia.
Un Congreso que funciona así es una cáscara vacía, carente de legitimidad. La verdadera democracia debe poner en el centro las demandas sociales de las mayorías. Los partidos políticos tienen una responsabilidad histórica: entender que el progreso solo llega cuando los ciudadanos conocen sus derechos y estos se materializan en políticas concretas. A estos grupos les molesta la democracia participativa. Prefieren mantener el monopolio del poder legislativo, lejos del control ciudadano. Reducen la democracia a un mero ritual electoral cada cuatro años, mientras defienden los intereses de unos los poderosos.
Los partidos no pueden limitarse a ser tramitadores de una democracia vacía, ignorando las necesidades reales de la gente. Eso no es democracia: es la «democracia de los privilegiados», donde unos pocos deciden el destino de millones, sin consultarlos. El pueblo colombiano debe ser quien defina sus derechos laborales, su salud y su futuro. Solo así tendremos una democracia verdadera