Pietro Alarcón_ El ingreso a una conformación política que prioriza la unidad alrededor de un programa común, sustentado en un funcionamiento interno ético y en la pluralidad, representa una evolución positiva de la civilización política. Esta forma de organización no solo amplía la democracia, sino que la profundiza al reconocer la diversidad como un valor constitutivo de los proyectos transformadores.

Desde el siglo XIX, la institucionalidad construida en América Latina y el Caribe ha estado orientada a asegurar los intereses de la clase dominante. Frente a ese orden, se registran numerosas experiencias —antiguas y recientes— de resistencia política por parte de fuerzas democráticas y revolucionarias, cuyo aprendizaje histórico combinó la lucha en las calles con la acción en los escenarios gubernamentales y electorales.

En ese terreno se inscribe la experiencia del Pacto Histórico. Desde su nacimiento y evolución como coalición de gobierno hasta su reciente constitución como partido político, en un contexto tan complejo como el colombiano, el Pacto se presenta como una contribución concreta a la democracia y como una expresión singular de unidad en defensa de la paz y los derechos del pueblo.

Desde finales de los años noventa, el enfrentamiento político de clases se intensificó en América Latina y el Caribe, dando lugar a un redireccionamiento de la acción revolucionaria hacia la disputa directa por el gobierno. Este giro buscó derrotar a la clase dominante en su propio terreno, utilizando las reglas electorales para apropiarse de la democracia, profundizarla y, al mismo tiempo, denunciar sus límites estructurales y la ficción de una representación popular plena.

Las bases de ese ciclo político se enraizaron en la resistencia antineoliberal y en jornadas populares de rebelión. Frentes electorales amplios y plurales, articulados con actores comunitarios, campesinos y urbanos, lograron victorias que se tradujeron en políticas redistributivas y beneficios directos para los trabajadores en países como Brasil, Argentina, Bolivia y Ecuador. En otros casos, como Venezuela, el desgaste de la clase dominante y el potencial revolucionario permitieron sentar las bases de la V República.

Sin embargo, los llamados gobiernos progresistas enfrentaron una contraofensiva imperialista. En varios países emergió una derecha que, aunque se presentaba como renovada, combinó una mayor concentración del poder corporativo-financiero con rasgos fascistas y un fuerte conservadurismo social, configurando nuevas formas de dominación política.

Brasil, Bolivia, El Salvador y Perú, con sus particularidades, avanzaron hacia regímenes de “democracias de excepción”, que no son plenamente democráticos ni excepcionales. En ellos, la derecha impulsa un modelo civil-militar que genera altos niveles de indeterminación jurídica, prescinde de la institucionalidad liberal —en la que no cree— y concentra el poder financiero en alianza con el imperialismo.

Lejos de ser una novedad, este modelo de democracia restringida, donde se superponen poderes civiles y militares, ha sido históricamente predominante en Colombia. Desde comienzos del siglo XX, la violencia estatal estuvo impulsada por una fisonomía bipartidista sostenida por las fuerzas armadas, configurando un régimen de exclusión política permanente.

A lo largo del tiempo, esta democracia de excepción se expresó en campañas electorales marcadas por la ausencia de garantías para la izquierda, la defensa sistemática de los intereses de la gran oligarquía nacional y la falta de debates programáticos reales. Como señalaba Álvaro Vázquez del Real, la voluntad popular fue deformada por la manipulación del voto y de las campañas, mientras un Estado débil quedaba rehén de poderes subterráneos y mafias cada vez más sofisticadas.