Omar Romero_ En un país acostumbrado al plomo, a la traición, a las noticias de muerte disfrazadas de rutina, el gesto del presidente Gustavo Petro con Juan David, el joven que quería matarlo en Medellín, fue un acto profundamente subversivo. Subversivo porque rompió con la lógica de la venganza y del castigo. Porque ante la posibilidad de encerrar a ese muchacho en una cárcel donde probablemente no saldría vivo como tantos otros olvidados de Colombia, Petro eligió abrazarlo. Así, en silencio, con un beso en la cabeza, le devolvió algo que este país le había arrebatado: humanidad.
Esta no es la historia de un presidente que evitó una tragedia. Es la historia de un ser humano que, en medio del peligro, sintió el corazón del otro. Un gesto que va más allá de la política, más allá de los titulares, más allá incluso del perdón. Petro no solo salvó la vida de Juan David; nos recordó que el odio no se desactiva con cárcel, sino con ternura. Que la rabia se disuelve en el contacto de piel a piel, que el amor aún puede ser herramienta política.
Lo simple es decir que el joven se equivocó. Lo complejo es preguntarse por qué estaba lleno de odio.
Juan David no sabe leer ni escribir. Fue abandonado por sus padres. Tiene apenas 20 años. Su historia no es una excepción, es la regla de una Colombia empobrecida, excluida, desposeída. ¿Quién lo educó? ¿Quién lo protegió? ¿Quién lo abrazó antes de Petro? Ese joven, como tantos otros, fue moldeado por una sociedad que fabrica odio en serie, que construye enemigos para distraer del verdadero enemigo: el sistema que margina, que olvida, que deja a millones a la deriva.
Pero en ese instante, Petro no actuó como jefe de Estado. Actuó como padre, como hermano, como ser humano. Le preguntó por qué tanto odio si nunca le había hecho daño. Juan David lloró, se quebró. Y Petro, lejos de estigmatizarlo, le acarició la cabeza, le deseó suerte, lo abrazó como si con ese gesto pudiera volver a sembrar algo de esperanza en su alma devastada.
Ese gesto es político en el sentido más profundo: desafía el paradigma de la represión, rompe con la lógica de la guerra. Mientras sectores de la ultraderecha gritan por mano dura, por plomo, por castigos ejemplares, Petro responde con amor. No con debilidad, sino con fortaleza moral. Porque se necesita más valentía para perdonar que para disparar.
Desde que llegó a la política, Petro ha sido una anomalía. Un guerrillero desmovilizado que se convirtió en denunciante de la parapolítica. Un congresista que destapó escándalos que nadie se atrevía a tocar. Un alcalde que gobernó para los pobres y no para los contratistas. Un presidente que quiere gobiernar para todos los colombianos sin distinción, pero no lo dejan, no para ganar votos, sino para hacer justicia social. Y por eso lo odian. Por eso lo quieren muerto.
Pero él no ha respondido con miedo. Ha respondido con dignidad. Y ahora, también con amor. Ese abrazo no fue solo para Juan David. Fue un mensaje para todo el pueblo colombiano: que sí es posible reconstruirnos desde la ternura, que el Estado no debe ser solo látigo, sino también caricia. Que aún en el abismo, el amor puede ser un acto de resistencia.
Porque mientras la senadora Cabal dice que lo colectivo es de Satanás, Petro responde que es en comunidad, en ayuda mutua, en solidaridad, que los humanos hemos sobrevivido. Porque mientras los poderosos conspiran para silenciarlo, él sigue hablando con la verdad. Y mientras lo amenazan a él y a su familia, él sigue abrazando a quienes lo odian. Esta no es solo una historia de perdón. Es una enseñanza para un país que ha normalizado el desprecio.
Hoy, más que nunca, el pueblo colombiano debe entender que cada ataque contra Petro es un ataque contra la posibilidad del cambio, contra la esperanza. Y que defenderlo no es idolatría, es autodefensa colectiva. Es proteger la posibilidad de una Colombia distinta, donde los Juan David no crezcan llenos de odio, sino de sueños.
Petro no salvó solo una vida en Medellín. Salvó un símbolo. Sembró una semilla. Y nos mostró que el amor, en un país acostumbrado al odio, puede ser el acto más revolucionario. Que lo escuche todo el pueblo: el odio no es el camino. La ternura también es un arma. Y con ella, vamos a vencer