ORD_ En Colombia, la historia no ha sido un camino de progreso, sino una disputa sangrienta por el derecho a la vida, la dignidad y la justicia. No es posible mirar el presente sin recordar que bajo la bandera del Estado y con la complicidad de sus instituciones se ejecutó una de las violencias más atroces del hemisferio. Dos siglos de represión, despojo y silencios nos trajeron hasta aquí, donde el pueblo, por primera vez, eligió romper la tradición de la muerte eligiendo un gobierno del cambio. Y es precisamente por eso que ahora quieren tumbarlo.
El olvido no es neutro. El olvido es una estrategia. Porque si el pueblo olvida que la Constitución del 91 fue saboteada desde su nacimiento; si olvida que a los sueños de justicia social les respondieron con masacres, desplazamiento y leyes al servicio del mercado y la oligarquía, entonces podrán seguir gobernando como lo han hecho siempre: con impunidad.
Esa Constitución, que prometía un nuevo pacto social, fue manoseada por tecnócratas y políticos aliados del capital. Nos impusieron la Ley 50 y la Ley 100, no para garantizar derechos sino para privatizarlos. Y mientras tanto, desde los salones del Congreso, muchos legislaban al tiempo que coordinaban operaciones con estructuras narcoparamilitares. No son hipótesis. Son hechos. Se sentaron en curules quienes ordenaban asesinatos. Y hoy, muchos de esos herederos, todavía ocupan el poder.
Los pueblos no olvidan. Por eso estallaron. Porque seis mil cuatrocientos falsos positivos no pueden ser un “error”. Porque seis millones de campesinos despojados no pueden ser un “daño colateral”. Porque miles de madres siguen llorando a sus hijos desaparecidos, muchas veces sin siquiera tener un nombre para escribir en la tumba.
En el 2022, Colombia cambió. La mayoría electoral apostó por la paz, por la justicia social, por un modelo diferente. Eligió a Gustavo Petro. No por milagro, sino como expresión concreta de un pueblo que se cansó de ver morir a sus hijos en medio del hambre, la exclusión y el plomo.
Pero el régimen no descansa. Y ahora, bajo nuevas formas, intenta repetir la vieja fórmula del golpe. Desde sectores de la ultraderecha hoy aliados abiertos con carteles mafiosos y agentes de poder extranjero como el secretario estadounidense Rubio se urde un plan de desestabilización. Y los medios hegemónicos, fieles escuderos de la oligarquía, cumplen su papel: sembrar miedo, manipular, tergiversar.
No estamos ante un simple debate político. Estamos ante una ofensiva contra la soberanía popular. Quieren cancelar las reformas, bloquear la justicia, imponer otra vez la violencia como método de gobierno. Lo disfrazan de legalidad, pero huele a golpe.
No nos equivoquemos: este momento es crucial. Si logran revertir el mandato popular, si logran sepultar de nuevo la esperanza en nombre del “orden”, volveremos a la noche. Pero esta vez, la historia no se dejará repetir tan fácilmente. Porque la memoria está viva, porque el pueblo está despierto y porque el cambio no depende solo de un presidente, sino de la conciencia colectiva que se ha venido gestando en cada barrio, en cada comunidad, en cada rincón donde la vida se ha resistido a morir.
La democracia no se defiende en los escritorios. Se defiende en las calles, en las urnas, en la palabra, en la movilización. Se defiende con verdad, con dignidad, con memoria. Porque sin justicia, no hay paz posible. Y porque sin el pueblo, no hay nación que valga la pena.